Perfecto: cuento realista
El frío del sur comenzaba a sentirse y las horas de la tarde ya desteñían el sol. Aunque apenas mediaba marzo, algo en el aire y en el tiempo, adivinaba que iba a ser un año tan crudo como esas frases con las que los políticos llenaban los noticieros de todo el país.
La Patagonia estaba, como siempre, muy lejos de Buenos Aires y sus pretensiones de gran señora feudal, pero esta vez, los caprichosos designios de su egoísmo, habían estirado sus garras con tanta insistencia, que nada a su alrededor quedaría intacto. Las puertas de las oficinas se cerraban imprudentes ante los ojos de los trabajadores que veían caer las cortinas de sus reclamos una a una, sellando sus posibilidades de futuro como un cataclismo sin fronteras.
Gente de todas partes había hecho posible el sueño del progreso dejando atrás sus raíces, para sembrar su semilla en el fin del mundo, y la Tierra del Fuego, esa que se había levantado para ejemplo, ahora ardía de rabia y desesperación, temiendo volver a quedarse sola, como un fantasma viviente. Pero algunos que habían aprendido a amarla, que se habían aferrado a su cielo y a sus aguas, se resistían a perder lo poco que tenían, y luchaban; todavía luchaban para defender su vida encarnada, en cada uno de los puestos de trabajo...
Porque esa mañana, cientos de telegramas de despido, se habían enviado a todos los operarios de una importante planta industrial, que como otras, iba a ceder al avance de los importados libres de impuesto. Y aún no rendidos ante el dios global, hombres y mujeres se habían concentrado para tomar servicio, como cada puntual amanecer, pero éste, con la novedad del acceso denegado. Entonces había surgido la organización desesperada y el campamento, hasta una explicación veraz o una respuesta, pero nadie en todo el día salió a dar la cara ni a justificarse.
Pasaban las horas. Familias enteras preparaban fogones, toldos y alimentos para soportar aquella guardia sin relevos ni plazos conocidos. Adentro, los que quedaban intactos, debatían sus justicias y sus paraqués del asunto. García entre ellos, como encargado de personal, él mismo había escrito cada nombre, condenando al desastre a cientos y como Judas, sentía que cumplía con su deber.
Era un hombre impecable, de esos que son todo deber y responsabilidades, siempre fieles a Dios, el trabajo y la familia; tan prolijo en todo que costaba creer que existiera algo o alguien capaz de brindarle alguna satisfacción. Su vida se debatía entre el hogar y la oficina, cumpliendo siempre encargos y órdenes de sus superiores, supervisando que todo marche sobre sus carriles, controlando que nada haga peligrar esa tranquilidad.
Jamás había conocido la calidez de una charla entre compañeros y mucho menos escuchado las necesidades o las opiniones de sus empleados. Él sólo recibía recados que hacía cumplir al pie de la letra, como el de ese día crucial, que iba a ser el peor de toda su existencia.
Cuando regresó de almorzar, García se sentó en su sillón reclinable y le pidió a su secretaria una taza de té. Mientras la esperaba, cerró los ojos para relajarse un poco antes de retomar su tarea. Sabía que tarde o temprano le tendría que hacer frente a la jauría del portón de acceso, y lo que era peor... a la prensa. Y por algún motivo repentino, recordó su llegada de esa mañana. Se vio en el asiento trasero de su coche ultra moderno, siguiendo los datos del tiempo que le auguraba el chofer. Enseguida aparecieron los rostros amuchados de los despedidos, haciendo gestos y dando gritos que casi no se oían detrás de la coraza blindada de García. Pero no pudo evitar reconocer a los de siempre, entre la multitud...
Pedro Sosa, siempre con su camisa de grafa y la gorra renegrida, encabezaba los cantos de la rebelión. Como delegado sindical, no le había faltado ocasión de visitar un rosario de veces al perfecto, como ese indio de mierda había querido bautizarlo, pero así, a la distancia de los vidrios tornasolados y perdido tras las rejas del portón, no le pareció mas peligroso que un tábano. Era obvio que ese plantel de insaciables no pudiese comprender que el mundo había cambiado, que no supieran de capitales y de ganancias en el mercado mundial, y que no se imaginaran cómo fluctuaban los movimientos de la bolsa en la economía, y que no intuyeran la gravedad del índice del riesgo país por el que circulaban... No eran más que obreros.
Adelante, en ese avance lentísimo hacia el estacionamiento de gerencia, otro hombre pareció implorar una palabra cuando quedó prácticamente colgado del parabrisas delantero del auto. Sus ojos almendrados se clavaron en los de García pidiendo piedad, con un brillo que únicamente marca el vidrioso de las lágrimas.
Don Rosario, el sereno, que tantas noches de frío y ventisca había pasado en vilo cuidando la que llamaba su casa, balbuceaba como un chico. Porque toda su historia estaba ahí, todas sus penas y alegrías, y ahora le estaban matando los recuerdos, el pasado y el futuro. Pero tampoco esa mirada vacía de esperanza, pudo conmover al señor perfecto. Sólo había mirado el reloj, para contar en su mente los minutos que quedaban para llegar puntual a su escritorio.
Ya sobre el umbral de hierro, una mujer, ni joven ni vieja, de esas que la nieve marca como sin tiempo, sostenía un crío entre los brazos y arrastraba otros tantos de su pollera larga. El cabello raído y los rasgos secos, la rebelaron como, la a veces dama de noche y hasta ayer cocinera, Jimena, sin mas nombre. Y tal vez por la imagen de los chicos rodeándola, o por su estampa, o por las ganas prohibidas del deseo, algo se movió en el interior pétreo de García, muy adentro, pero al atravesar la garita de control, todo quedó atrás...detenido, como un borrón en una pintura y como un zumbido en una grabación ya vieja y gastada.
La secuencia de recuerdos se detuvo cuando la secretaria entró con la taza en la mano, y le informó a su jefe que tenía una reunión urgente en la gerencia. De un sorbo se bebió el té y se apuró para llegar al salón de juntas. Se arregló la corbata y se abotonó el saco
Siempre azul. Impecable, García llegó y saludó a los que esperaban. Se acomodó en su sitio de costumbre y se dispuso a escuchar. Era lógico que se acordara qué decir, cuando la prensa los atormentara de un momento a otro.
El ejecutivo principal fue el único orador. Felicitó a su subalterno por su actuación mas reciente en la empresa y le agradeció su excelente desempeño desde siempre. Además informó al grupo, que el estado real de cuentas era alarmante y que se había decidido por unanimidad anunciar la quiebra definitiva. Sin respirar, García no se atrevió a hacer ni un movimiento. Sentía que la adrenalina viajaba por su cuerpo a miles de revoluciones por segundo y pensó que el corazón le iba a estallar, pero siempre inmutable, recibió el sobre que le ofrecían y que iba a cambiar su destino para siempre...
El mismo telegrama elegante que él había confeccionado, que había destruido la ilusión de todos los que pedían clemencia desde hacía horas, días o siglos...Otra vez vio aparecer en su mente a cada uno de esos seres sin nombre que gritaban, pero sin voz, porque nadie quería oírlos. Y pensó que en un rato, apenas cuando juntara sus pertenencias del escritorio, él iba a ser uno más de esos desconocidos.
Entonces creyó entender los reclamos de Sosa, y los recuerdos de don Rosario, y la no vergüenza de Jimena y tantas, tantas otras cosas más. Imaginó a su esposa y a sus hijos, a sus vecinos, a sus amigos y enemigos, y se sintió humillado en lo más hondo, y culpable, y fracasado y solo. Estaba miserablemente solo, con una angustia que iba subiendo desde la raíz, para clavarse en su pecho y su conciencia.
Se dio cuenta de que todo lo había dado por su trabajo leal, su prestigio, y ahora le devolvían nada y no tenía armas para blandir sus reclamos, porque tampoco tenía trinchera donde guarecerse. Él era un hombre de números. A él sí le habían explicado economía y política y administración empresarial y recursos y balances y... palabras, palabras, palabras sofisticadas y en exacto equilibrio racional. Entonces sí supo cómo sentían esos del piquete y la olla popular. Y descubrió que hasta en la desgracia eran diferentes, afortunadamente ignorantes, fuertes, convocantes, lastimeros, se tenían unos a otros mientras que él estaba hueco y a la deriva, como un tronco...
El sol caía sobre el horizonte montañoso como cualquier tarde del año austral, pero esa tarde fue distinta a todas las demás. Esa tarde de marzo García descubrió que nadie ni nada, es perfecto...
rojamhel
DEDICADO especialmente a mi amigo Fernando Mut,y su tema: "el señor García", dondequiera que la vida te haya arrastrado
La Patagonia estaba, como siempre, muy lejos de Buenos Aires y sus pretensiones de gran señora feudal, pero esta vez, los caprichosos designios de su egoísmo, habían estirado sus garras con tanta insistencia, que nada a su alrededor quedaría intacto. Las puertas de las oficinas se cerraban imprudentes ante los ojos de los trabajadores que veían caer las cortinas de sus reclamos una a una, sellando sus posibilidades de futuro como un cataclismo sin fronteras.
Gente de todas partes había hecho posible el sueño del progreso dejando atrás sus raíces, para sembrar su semilla en el fin del mundo, y la Tierra del Fuego, esa que se había levantado para ejemplo, ahora ardía de rabia y desesperación, temiendo volver a quedarse sola, como un fantasma viviente. Pero algunos que habían aprendido a amarla, que se habían aferrado a su cielo y a sus aguas, se resistían a perder lo poco que tenían, y luchaban; todavía luchaban para defender su vida encarnada, en cada uno de los puestos de trabajo...
Porque esa mañana, cientos de telegramas de despido, se habían enviado a todos los operarios de una importante planta industrial, que como otras, iba a ceder al avance de los importados libres de impuesto. Y aún no rendidos ante el dios global, hombres y mujeres se habían concentrado para tomar servicio, como cada puntual amanecer, pero éste, con la novedad del acceso denegado. Entonces había surgido la organización desesperada y el campamento, hasta una explicación veraz o una respuesta, pero nadie en todo el día salió a dar la cara ni a justificarse.
Pasaban las horas. Familias enteras preparaban fogones, toldos y alimentos para soportar aquella guardia sin relevos ni plazos conocidos. Adentro, los que quedaban intactos, debatían sus justicias y sus paraqués del asunto. García entre ellos, como encargado de personal, él mismo había escrito cada nombre, condenando al desastre a cientos y como Judas, sentía que cumplía con su deber.
Era un hombre impecable, de esos que son todo deber y responsabilidades, siempre fieles a Dios, el trabajo y la familia; tan prolijo en todo que costaba creer que existiera algo o alguien capaz de brindarle alguna satisfacción. Su vida se debatía entre el hogar y la oficina, cumpliendo siempre encargos y órdenes de sus superiores, supervisando que todo marche sobre sus carriles, controlando que nada haga peligrar esa tranquilidad.
Jamás había conocido la calidez de una charla entre compañeros y mucho menos escuchado las necesidades o las opiniones de sus empleados. Él sólo recibía recados que hacía cumplir al pie de la letra, como el de ese día crucial, que iba a ser el peor de toda su existencia.
Cuando regresó de almorzar, García se sentó en su sillón reclinable y le pidió a su secretaria una taza de té. Mientras la esperaba, cerró los ojos para relajarse un poco antes de retomar su tarea. Sabía que tarde o temprano le tendría que hacer frente a la jauría del portón de acceso, y lo que era peor... a la prensa. Y por algún motivo repentino, recordó su llegada de esa mañana. Se vio en el asiento trasero de su coche ultra moderno, siguiendo los datos del tiempo que le auguraba el chofer. Enseguida aparecieron los rostros amuchados de los despedidos, haciendo gestos y dando gritos que casi no se oían detrás de la coraza blindada de García. Pero no pudo evitar reconocer a los de siempre, entre la multitud...
Pedro Sosa, siempre con su camisa de grafa y la gorra renegrida, encabezaba los cantos de la rebelión. Como delegado sindical, no le había faltado ocasión de visitar un rosario de veces al perfecto, como ese indio de mierda había querido bautizarlo, pero así, a la distancia de los vidrios tornasolados y perdido tras las rejas del portón, no le pareció mas peligroso que un tábano. Era obvio que ese plantel de insaciables no pudiese comprender que el mundo había cambiado, que no supieran de capitales y de ganancias en el mercado mundial, y que no se imaginaran cómo fluctuaban los movimientos de la bolsa en la economía, y que no intuyeran la gravedad del índice del riesgo país por el que circulaban... No eran más que obreros.
Adelante, en ese avance lentísimo hacia el estacionamiento de gerencia, otro hombre pareció implorar una palabra cuando quedó prácticamente colgado del parabrisas delantero del auto. Sus ojos almendrados se clavaron en los de García pidiendo piedad, con un brillo que únicamente marca el vidrioso de las lágrimas.
Don Rosario, el sereno, que tantas noches de frío y ventisca había pasado en vilo cuidando la que llamaba su casa, balbuceaba como un chico. Porque toda su historia estaba ahí, todas sus penas y alegrías, y ahora le estaban matando los recuerdos, el pasado y el futuro. Pero tampoco esa mirada vacía de esperanza, pudo conmover al señor perfecto. Sólo había mirado el reloj, para contar en su mente los minutos que quedaban para llegar puntual a su escritorio.
Ya sobre el umbral de hierro, una mujer, ni joven ni vieja, de esas que la nieve marca como sin tiempo, sostenía un crío entre los brazos y arrastraba otros tantos de su pollera larga. El cabello raído y los rasgos secos, la rebelaron como, la a veces dama de noche y hasta ayer cocinera, Jimena, sin mas nombre. Y tal vez por la imagen de los chicos rodeándola, o por su estampa, o por las ganas prohibidas del deseo, algo se movió en el interior pétreo de García, muy adentro, pero al atravesar la garita de control, todo quedó atrás...detenido, como un borrón en una pintura y como un zumbido en una grabación ya vieja y gastada.
La secuencia de recuerdos se detuvo cuando la secretaria entró con la taza en la mano, y le informó a su jefe que tenía una reunión urgente en la gerencia. De un sorbo se bebió el té y se apuró para llegar al salón de juntas. Se arregló la corbata y se abotonó el saco
Siempre azul. Impecable, García llegó y saludó a los que esperaban. Se acomodó en su sitio de costumbre y se dispuso a escuchar. Era lógico que se acordara qué decir, cuando la prensa los atormentara de un momento a otro.
El ejecutivo principal fue el único orador. Felicitó a su subalterno por su actuación mas reciente en la empresa y le agradeció su excelente desempeño desde siempre. Además informó al grupo, que el estado real de cuentas era alarmante y que se había decidido por unanimidad anunciar la quiebra definitiva. Sin respirar, García no se atrevió a hacer ni un movimiento. Sentía que la adrenalina viajaba por su cuerpo a miles de revoluciones por segundo y pensó que el corazón le iba a estallar, pero siempre inmutable, recibió el sobre que le ofrecían y que iba a cambiar su destino para siempre...
El mismo telegrama elegante que él había confeccionado, que había destruido la ilusión de todos los que pedían clemencia desde hacía horas, días o siglos...Otra vez vio aparecer en su mente a cada uno de esos seres sin nombre que gritaban, pero sin voz, porque nadie quería oírlos. Y pensó que en un rato, apenas cuando juntara sus pertenencias del escritorio, él iba a ser uno más de esos desconocidos.
Entonces creyó entender los reclamos de Sosa, y los recuerdos de don Rosario, y la no vergüenza de Jimena y tantas, tantas otras cosas más. Imaginó a su esposa y a sus hijos, a sus vecinos, a sus amigos y enemigos, y se sintió humillado en lo más hondo, y culpable, y fracasado y solo. Estaba miserablemente solo, con una angustia que iba subiendo desde la raíz, para clavarse en su pecho y su conciencia.
Se dio cuenta de que todo lo había dado por su trabajo leal, su prestigio, y ahora le devolvían nada y no tenía armas para blandir sus reclamos, porque tampoco tenía trinchera donde guarecerse. Él era un hombre de números. A él sí le habían explicado economía y política y administración empresarial y recursos y balances y... palabras, palabras, palabras sofisticadas y en exacto equilibrio racional. Entonces sí supo cómo sentían esos del piquete y la olla popular. Y descubrió que hasta en la desgracia eran diferentes, afortunadamente ignorantes, fuertes, convocantes, lastimeros, se tenían unos a otros mientras que él estaba hueco y a la deriva, como un tronco...
El sol caía sobre el horizonte montañoso como cualquier tarde del año austral, pero esa tarde fue distinta a todas las demás. Esa tarde de marzo García descubrió que nadie ni nada, es perfecto...
rojamhel
DEDICADO especialmente a mi amigo Fernando Mut,y su tema: "el señor García", dondequiera que la vida te haya arrastrado
7 comentarios
denys escobar -
paola casere -
pene -
Pepe -
yoyooyoy -
gabriel lambis -
yop -